Prometo no volver a andar descalzo en este suelo de ansiedad, sin saber si acaso que al pisar, a cada paso, brote el mar, o me volveré a cortar; por callar, por no callar, por no escuchar o por pensar, las cosas que soñé y que ahora hieden mal; por no volver a suplicar, en insistente desazón, prometo no volverme a equivocar, insistir en respirar, no tener miedo jamás y prometo no dejarme mutilar, con el silencio de este incierto mundo de cristal. Nunca más.
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Necesito la ropa tendida, necesito un cajón de recuerdos, necesito un armario de invierno repleto de vida y de sueños, necesito una macetita donde enterrar los miedos, necesito un rincón en la cama donde mirar hacia el norte y de una vez, de verdad necesito, que al llegar la luz del día, mi maleta yazca vacía.
El día en que el susurro se tornó en un grito hiriente,
en que el reloj marcó la pauta de caricias complacientes, de los ratitos tranquilos y del sueño más caliente; el día que se acostumbró a tener las lindas flores en un centro de menores, regadas de sinsabores; el día que fue rutina poder tenerlo siempre, y la lámpara agotó los deseos más ardientes, la regaló al quincallero apagando entre sus dedos, lentamente y con esmero, la llama de aquel genio incompetente. El cuadro
Cuantas veces anduve observando el cuadro.Tumbado, desde el sofá, el lienzo representaba una soleada isla aderezada con palmeras, su fina cascada al fondo y una cálida playa acariciada por aguas, tan claras y limpias como las gafas de un jubilado. Por el día, con la luz, inventaba glorias, plantaba recuerdos, pintaba nichos de colores en la arena de la playa. En las noches, tan solo recogía las miserias y fracasos, cientos de cajas vacías y las diarreas de las pieles de las bayas. El sueño Las noches que vencía el sueño, solía meterme en el cuadro. Aparecía en el mar pintado, agarrado a mi hastiado tonel y nadaba con fuerza siguiendo la reverberación de la luna. Nunca llegaba al final. Cuando más cerca de la playa creía encontrarme, volviendo ya el amanecer, de nuevo con el sol me hundía. La sirena La noche en que me halló la sirena, fuera otra como las demás. Perdido en el lienzo. Agua fría, oscuridad. Negras jarcias, brunos sargazos destrozando sueños, arrancando las tripas, enredando las piernas y los brazos, arrastrando a la profundidad. No soy mucho más que tú -dijo. ¿A quién quieres engañar? A ti, valedora de las causas descuidadas, adalid de los amores imposibles, granadera de corazón impertérrito. Sirena. No consigo conciliar el sueño. Tumbado, intento ahogar en mi cabeza sus sollozos. Aunque crea que no me doy cuenta, sé que, al otro lado de la pared, en el baño, ella apenas logra contener un llanto inmerecido, triste, seco.
Recuerdo cómo ha aparecido por la puerta del cuarto. Cómo sutilmente, frente a mí, se ha despojado de su fino camisón, desvelando poco a poco, botón tras botón, su sedoso y ardiente cuerpo. Sé con cuánta ternura ha deslizado la bata que cubre mi piel, entre ocultas caricias, hasta dejarme totalmente desnudo en el lecho que tantas veces ha sido campo de fogosas batallas, de arrebatos de pasión, de juegos de éxtasis y amor. He sentido mi piel contestando estremecida al premeditado roce de sus pechos, a cada caricia, a cada beso húmedo, al suave tacto de su lengua recorriendo cada palmo de mi cuerpo, para después bajar despacio por mi vientre y acelerar mi ya excitada respiración. Conozco desde hace tiempo esa dulzura con la que, sentándose sobre mí, me ha amado lentamente entre gemidos, moviendo sus caderas en acompasados arrebatos de placer. Y sé, cuánto hay de verdad cuando, recostada sobre mi pecho, con la respiración aún entrecortada y unos ojos brillantes como la miel, me ha susurrado al oído un te amo como el que solíamos escuchar en las caracolas de la playa, junto al mar. Ahora no soy capaz de decirle cuánto la amo. No puedo siquiera consolar su llanto, encerrado en este cuerpo muerto, postrado como un vegetal, para siempre, en la cama de esta habitación. |